Yo por Dentro
Volvamos a hablar de mí, que es lo que importa. Mi madre, enajenada como ella sola y ayudada por ciertas habilidades o dones naturales que no he sabido explotar debidamente, se encargó de que yo iniciase la escuela sabiendo leer y escribir, tanto en imprenta como en cursiva.
A los cuatro años yo ya leía cualquier cosa que cayese en mi poder, desde las Reader´s Digest de mi abuela hasta las Sex Humor de un vecino, pasando por Billikenes y libros de todo peso. Eso tuvo un efecto favorable pero que alimentó mi espíritu antisocial: me evitó el jardín de infantes.
Prefiero que se quede en casa, está muy adelantado –decía mi madre para darse corte-.
Total, a esta edad la escuela es una guardería.
Del preescolar, sin embargo, no pude zafar. Para ese entonces ya había leído a Twain en todas sus formas –por nombrar alguno-, y descubierto las maravillas de la sobre-exposición a la televisión y los videojuegos. De más está decir que me aburría al punto de dormirme en clase y ya daba muestras de estar quedándome corto de vista.
Mis primitivos compañeritos se encargaron de hacerme sentir todavía más genial e inteligente de lo que yo ya me sentía, pero en segundo grado de la primaria hubo una compañera que no.
Verónica Carbelo había venido de otro colegio y estuvo con nosotros sólo un par de años.
Era muy despierta (demasiado quizás), incansablemente competitiva y para nada estúpida. Probablemente hoy sea ella una prometedora estudiante (egresada tal vez) de alguna carrera universitaria de esas que nunca pasan de moda, dueña de un presente mucho más auspicioso que el mío. O tal vez quedó embarazada a los dieciséis y hoy es la orgullosa madre de cinco críos que la molestan haciendo ruido justo a la hora en que empieza el programa de Rial. Se me ocurre, que se yo, no viene al caso.
Recuerdo que su madre era una mujer de esas que van a joder a la maestra todos los días, creyendo que su hija es el ombligo del aula, del colegio, y del sistema educativo de la provincia de Buenos Aires. Casi como la mía.
Nos habían ordenado dibujar algo que nos gustara hacer cuando estábamos en casa. Yo dibujé exactamente lo mismo que dibujaría hoy en día: a mí mismo, durmiendo. Incluí, como era de esperarse, un globo de diálogo sobre mi cabeza en el cual escribí muchas “zetitas”:
ZZZzzz… ZZZzzz. La maestra lo vio y me felicitó remarcando cuan lindo me había quedado.
Lo mismo le decía a todos, pero eso igualmente despertaba la curiosidad infantil dentro del aula. Para peor, mi fama me precedía. Imagino que ustedes han vivido la situación también, de uno u otro lado de la vereda.
-Fuaaa, que buenoooo…-¿Ese sos vos? Está rebueno…
-Ay, que lindo, yo dibujo remaaaaaaal….-¿No me ayudás?
-
Mire, Seño, el mío también está bueno…
Y así. Pero esta chiquilina en cuestión –envidiosa, según mi madre- se desbancó diciendo algo que debe haber sonado aproximadamente así:
-“Está re-mal, porque nadie dice zzzzzzz cuando duerme. Porque cuando dormís roncás, pero no silbás. ¿O en tu casa duermen silbando?”
Y comenzó a simular que dormía y silbaba simultáneamente. Me sentí desorientado y por unos instantes no supe como reaccionar. Mis compañeros se dividieron entre los que rieron y dijeron: “Sí, sí… Andrés se equivocó… hizo algo mal” (casi todas chicas y amigas de la susodicha que no habían visto jamás una historieta y se sumaron a la burla) y los que dijeron “¡Noo… pero si está rebueno!” (algunos pocos colegas, compañeros de recreo interesados y amigos de cumpleaños con dos dedos de frente, respetuosos de mi trayectoria). Lo recuerdo con claridad porque hasta ese entonces nadie jamás me había desafiado a nada, al fin y al cabo, yo era poco menos que Akenatón. Otros se quedaron en silencio, temiendo una reacción mía que podía ser:
a) Un ataque de asma, llanto, convulsiones y muerte súbita.
b) Rayos divinos y cataratas de blanco fuego cerebral brotando desde mis ojos, al estilo del arca de la Alianza.
c) Una respuesta verbal inmediata.
Debo de haberme ofendido y ruborizado, porque recuerdo el calor que sentí. Pero sabía que necesitaba defenderme, y lo hice atacando, redoblando la apuesta a un todo o nada.
Estaba desesperado, como un boxeador al que derriban por primera vez.
-¿A ver el tuyo? –dije tratando de no perder la calma y desviando la atención de la multitud lejos de mi cuaderno. Ella no se negó. Había hecho algo cursi pero efectivo: se había dibujado jugando al fondo de su casa, en el pasto, con su perra y un hermanito o hermanita menor.
Lindo dibujo, tal vez mejor que el mío, presa del abuso deshonesto de los crayones y mucho más colorido. Pero algo mal tenía que haber hecho, un detalle debía de habérsele escapado… yo sólo tenía que hallarlo. Creo que fue Dios quien me llevó a mirar por la ventana y encontrar el contraataque. Recuerdo mis palabras exactas como si hubiese sido ayer…
-¿Dónde viste un cielo blanco con nubes celestes? –le pregunté con cara de preocupado pero llevando un inmenso alivio por dentro-.
¿Sos tonta o qué? ¿A quien saliste tan bruta? ¿A tu mamá o a tu papá? ¿En tu casa son todos tan brutos?La maestra me retó, pero mi rival no pudo reponerse del golpe y mordiéndose de bronca soltó un par de lágrimas, ante la mirada de los que volvían a convertirse en mi séquito silencioso y disimuladamente procedían a borrar las nubes celestes de sus propios cuadernos.
Cabe aclarar que jugué sucio, porque yo también dibujaba las nubes celestes. Todos lo hicimos alguna vez, por imitación, seguramente. Es sano, recomendable, incluso. Pero negué las acusaciones y me rehusé a mostrar dibujos pasados en mi cuaderno, alegando no tener tiempo para esas cosas. Al día siguiente, las nubes celestes y cielos blancos de mi cuaderno habían sido corregidos, tras una tarde en la que eliminar toda clase de evidencia me costó una goma vieja y varias horas de tortura.
La madre de la derrotada se presentó a pedir explicaciones, pero la maestra la despachó sin pensar en llamar a mi madre o castigarme. Al fin y al cabo, el supuesto agresor era en realidad el niño más educado y querido de la escuela, que siempre ayudaba a todos y se había defendido de una burla. Prueba de ello fue que a fin de año fui votado como mejor compañero, por segunda vez consecutiva. Cosas de chicos.
Al día de hoy, creo que aquella fue mi victoria más sufrida, pero también la más intensamente gozada de todas, y la que más ayudó a que me convirtiese en abanderado cuatro años después, cuando “ser el mejor del colegio” ya no era –para bien o para mal- una de mis prioridades.
Y se la dedico a W. P., un muchachito que supo que el cielo era celeste y las nubes blancas mucho antes de que yo lo hiciera, y supo hacérmelo notar por lo bajo, a la voz de: “va a ser más fácil si lo pintas todo de gris y decís que está nublado”.