martes, junio 21, 2005

A tomar la leche

Comestible - Vida Diaria - Guías, listas, manuales, etc. - Científicamente

Cuando los climas cálidos nos abandonan y en su lugar llega el “fresco”, proverbial es la merienda poderosa para mantenernos el entusiasmo. El café con leche acompañado de artículos de panadería, en su mayoría facturas, es el preferido mío y de quienes pueden afrontar el prolongado tiempo que demanda tal ceremonia. Tal vez por eso, pondré orden en este blog, donde el mal gusto se ve derrotado y el método y el orden prevalecen.

“Como comer la factura, según la misma.”

1- Medialuna de manteca. Vigilante fláccido, la medialuna se presta al café con leche gracias a su forma tan agraciada, de manija de portafolio. Lo más recomendable es dividirla en dos mitades, cada una de ellas con un extremo crocante y del cual la sujetaremos. El extremo restante –esponjoso y de mayor poder absorbente- será el que introduciremos en la taza a fin de que el café con leche se entrometa en su organización física y pueda ser llevado a nuestra boca. El período de sumersión no debe ser mayor a cinco segundos, porque la pieza, en caso de ser del día, puede desmenuzarse.

2- Medialuna de grasa. Similar a la de manteca, con la pega de que su poder de absorción es muy inferior. A la hora de elegir, quienes anteponen las medialunas de grasa a las de manteca son aquellos seres que no tienen el hambre suficiente, ya que éstas últimas superan en tamaño y masa a las anteriores, en relación de 2:1.

3- Tortita negra. Estas son ricas en serio cuando son fresquitas, pero aunque se pongan viejas, uno puede llegar a ayudarles a cumplir su destino de alimentar al mundo. La mejor forma de comer una tortita negra es pegarle el tarascón seco, masticar una o dos veces, y luego empujarla con un buen sorbo de café con leche. Así, la masa perderá su tenacidad y se volverá menos áspera para con nuestro paladar.

4- Vigilante. Obviamente, medialuna erecta que se introduce sin más dentro de la taza. El vigilante parece haber sido ideado para tal fin, ya que pocas cosas calzan tan bien ( y sin llegar a desbordar el líquido) como un vigilante en una taza. Si es del día anterior (la factura, no el café con leche), mejor, a menos que tenga membrillo seco y pastelera agria en su superficie.

5- Berlinesa. (AKA: “suspiro de monja”, “bola de fraile”). Las berlinesas no fueron para introducirse en una taza, eso se deduce con solo verlas. Hacer el intento de remojarlas manteniendo intacta su forma puede tener terribles consecuencias, ya que la taza y el manjar suelen quedar unidos en una simbiosis de organización psico-física similar a la de una cristalina bola de adivinador de feria. Hay quienes las ingieren tras haberlas dividido en dos hemisferios, remojándolas o no en el humeante líquido amarronado. Cuidado debe de tenerse con la soberana cantidad de azúcar que las berlinesas llevan consigo, ya que los sorbos de café sucesivos a cada bocado suelen tener gusto a nada, calientes y casi amargos.

6- Berlinesa rellena. No saben bien una vez remojadas en la leche, al menos, para mí. En especial las rellenas de crema pastelera, que son sabrosas cuando secas pero chocantes cuando mojadas. Mi sugerencia es la siguiente: muerda, mastique, trague y luego reempuje con el café. No olvide que la berlinesa se puede comer en grandes cantidades antes de que uno llegue a percatarse de que luego la masa se enfriará en el estómago, dando origen a un bolo adoquináceo que puede obstruir incluso la respiración del mas bravo guerrero piel roja.

7- Cañoncito relleno de dulce de leche o pastelera. Uno puede chiquerearse colosalmente al comerlos, pero, que placer... el cañoncito viene en diferentes tamaños, dependiendo del panadero (como suelen decir la esposa del panadero y algunas clientas asiduas) El azúcar impalpable apenas molesta, si uno no está chupándose constantemente los dedos, cual si fuese una rata del desierto. Meter los cañoncitos en la taza no es conveniente si el líquido está muy caliente, porque el relleno puede escurrirse. No obstante, la tenacidad estructural que el hojaldre y la forma en espiral otorgan a tal manjar, le permiten sumergirse por cuanto tiempo sea necesario sin perder la forma.

8- Cañoncito relleno de membrillo. Estos son una porquería, y su usted los ha comprado, es porque quería redondear la docena y no había otra cosa. Tráguesela entera, si puede, y empújela con un buen sorbo de café, té, mate... en fin, cualquier cosa: aguarrás, amoníaco, Esperidina, Old Spice o Pato-Purific si es necesario.

9- Palmeras. Alguna vez galletitas, las palmeras (cuando pequeñas se las llama apropiadamente palmeritas) a veces aparecen en las docenas de facturas de algunas panaderías, en especial, cuando las trae algun pariente o conocido que quiere hacerse el distinto, comprando porquerías que después nadie se come. Cuando hay hambre, las palmeras se dejan comer con deleite, pero por lo general... si uno puede elegir, elige otra cosa. La técnica del “morder, masticar, tragar, empujar” funciona bastante bien.

10- Churros. Entre esas pocas cosas que calzan tan bien como un vigilante en una taza, se encuentra el churro. Ahora bien, el churro “no-relleno” es incomible a menos que se lo remoje. Mandárselo seco al garguero es equivalente a engullirse medio metro de alambre de púas. Repito: para comer un churro hacen falta valor y café en partes tan abundantes como iguales. Remoje el churro, beba, muerda, mastique, tome otro sorbo, ingurgite y finalmente, tome un último trago. Otra cosa: el churro del día anterior ha dejado de ser churro y se ha convertido en algo que puede usarse como objeto contundente y arrojadizo en los espectáculos futbolísticos, cachiporra o buen llavero de goma si es usted hombre, o como... bueno, como otra cosa si es usted mujer, pero mantenga la compostura, señora; este es un blog serio...

jueves, junio 02, 2005

En sentido figarado.

Vida Diaria - Yo por Dentro

Cortarse el pelo es toda una ceremonia, quizá por eso llevo ya seis meses sin hacerlo. Cuando uno es niño, la cosa es simple porque a uno lo llevan, o mejor dicho, lo arrastran. Las mujeres demoran más en las manos de los artistas capilares, eso hay que reconocerlo, pero los muchachitos sufrimos como condenados, y más a menudo...

Dejando de lado los placeres estéticos o las ganas que tengamos de no parecer rodillas ambulantes, nuestras madres y padres ven en el cabello bien corto –lo más corto posible- la idea de la comodidad, la pulcritud y la quintaesencia del aspecto varonil indispensable. Pero... ¿A quien quieren engañar? Claro está que la única razón por la que se empecinan en despojarnos del cabello es para que luego no nos contagiemos de tantos piojos en la escuela o la pileta del club.

Mi niñez fue fantástica, perfecta, pero no gracias a mi cuero cabelludo y lo que sobre él se remontaba. Hasta los seis o siete años: flequillo. Mi peluquero, un sádico que leía a la perfección mi temor, reía junto a mi madre mientras daba forma a mi cabeza. Cuando llegaba el momento de finiquitar el corte, el muy bastardo exclamaba: ¡Salta, Violeta! Y hacía volar el cabello frente a mis ojos, dando tijeretazos secos y sorpresivos... no recuerdo su nombre, y no estoy seguro de que siga atendiendo su peluquería...mejor para él que mi memoria falle, porque la hora de la venganza llegó hace rato.

Cuando cumplí los ocho, debe de haberse inventado la electricidad o desafilado todas las tijeras del mundo, porque comenzaron a darme máquina a mansalva. Siete milímetros de cabello, siete exactos e imperturbables milímetros de cabello eran todo lo que había sobre mi testa, durante todo el año, invierno o verano. ¿Qué peinado podía yo hacerme si una zarigüeya contaba con más recursos estilísticos? Ninguno, pero no hubo mujer entre 25 y 100 años sobre la faz de la Tierra que no se me acercase y acariciase a la voz de: “¡Pero es suavecitoooo! ¡Parece un visón! Y mi madre, orgullosa vaya a saber uno de qué... medio pelado, gordo, blanco como un cadáver recién dragado del Hudson y vestido muy desfavorablemente, no se como hice para que no se me eligiese para representar a Pericles en la remake de los Locos Adams...

Esa fue mi idea del cabello hasta los diez años y llegué a creer que mi suerte estaba echada en ese sentido hasta que mi padre descubrió el fijador de cabello. Bah, la gomina Lord Cheseline. Observando luego algunas fotos, descubrí que había estado experimentando conmigo cuando era yo mucho más pequeñito, pero no hubo Lunes escolar en que mi cabeza se librase de la gomina. Lo único bueno –porque hay que reconocer las ventajas cuando las hay- era la sensación de seguridad, ya que cuando la gomina se solidificaba tras ser expuesta al aire durante algunas horas, los cabellos se asociaban al extremo y se volvían un solo pelo. Un grueso, duro y enorme pelo. Un casco, un revestimiento de keblar. Y entonces dejaba yo de ser Andrés para convertirme en un Playmobil, y eso no estaba tan mal. Conocí por aquel entonces al italianísimo Graziano, peluquero de mi abuelo y tío, peluquero de mi barrio, y disfruté de él durante varios años...

Llegó la adolescencia y mi cabello creció. Terrible melena llevé sobre mis espaldas durante un par de años, y no entiendo en que diantres pensaban mis supuestos seres queridos mientras me dejaban hacerme eso a mi mismo... Era yo una especie de Enrique Pinti sufriendo de licantropía, pero nadie me lo adviritió... agradezco a Dios infinitamente por la ausencia de fotografías, y por el fin de la adolescencia...

Un buen día tuve que comenzar a trabajar, y volver a cortar mi cabello. Cada dos meses, Graziano dejaba mi cabeza en condiciones de ser vista, con mucha técnica, algo de fijador y un gran conocimiento de lo que mejor sentaba a la forma de mi cráneo... ¡Ese si que era un peluquero!

Graziano falleció hace casi dos años. Estaba enfermo, pero no tenía más de sesenta años, por lo que me dejó sin muchos cortes pendientes. Quise cortarme el cabello con otro peluquero que desde hace un lustro atiende a las cabezas de la zona con diligencia febril, pero pese a que trabaja bien, el muchacho no convence. No lo sé, no me cae mal, pero no sabe una palabra de italiano, no tiene la televisión puesta en Crónica Tv, cuando uno cruza su puerta siente aromas de productos extrañísimos pero no escucha campanitas, y siete de cada diez clientes suyos son mujeres... Cuando entro y le pido que me corte el pelo me ofrece brushing, smoshing, splashing, mechados, desmechados, rebajes... tan sólo le falta preguntarme si quiero agrandar el combo por 50 centavos más, y no quiero ni preguntar, pero estoy seguro que su navaja fue hecha en Suiza, con una aleación de última generación que blah, blah, blah...

Le debía este homenaje a mi peluquero, a Graziano. Todo lo que escribí y que ustedes acaban de leer no fue más que una excusa para recordarlo, ya que cuando paso por la vereda y veo el cartel de alquiler donde anteriormente su local estaba, me pongo melancólico, me llevo la mano al pelo que no puedo peinar y que capturo con una boina, y lo pienso un rato.