En el nombre del juego
Hace unos días, Roger Federer obtuvo su décimo título de Masters Series, al vencer sin demasiado sufrimiento al chileno Fernando Gonzalez, quien venía hecho una tromba. Me encantaría saber como funciona eso de los Masters y demás nomenclaturas del tenis, pero me conformo con saber que Federer les gana a todos. Además, no me da el estómago para ver un partido completo, y siempre veo la última media hora. Confieso que los únicos mortales que sabido encadenarme a ver horas de deporte con emoción, fueron Michael Jordan y Carlos Bianchi. Y el seleccionado de hockey femenino de Holanda, aunque no entiendo muy bien la necesidad tener en cancha una pelota, los bastones y el equipo rival.
Ahora bien, la supremacía del suizo resulta preocupante. Y aburrida. Me recuerda a lo que sucedía años atrás con la Fórmula 1 y Michael Schumacher. Nunca fui un fanático del automovilismo, pero de cuando en cuando disfrutaba de ver alguna carrera, hasta que este señor alemán empezó a ganar todos los domingos. Todos, todos los domingos. Ya bastante tediosa se me hace la desgracia de que las carreras tenga aproximadamente setenta vueltas, como para agregarle a eso el hecho de que en la mayoría de las ocasiones, la Ferrari conseguía la pole position o sobrepasaba a sus rivales en el primer giro.
Pero Federer, a quien admiro, envidio y considero el mejor deportista de la actualidad, juega solo. Juega únicamente contra sí mismo, su estado de ánimo y sus escasas lesiones. En algún momento pareció que el galleguísimo Rafael Nadal podía derrotarlo y desbancarlo, pero fue solo pasajero. Y dicen por ahí, que el “efecto pasajero” se debió a que hubo uno que otro jeringazo de por medio. Doping. Eso habría acercado a Nadal al milagro.
Antes de seguir, aviso a los partidarios del porro libre que si piensan en decir que hay que legalizar el consumo de marihuana, no estoy de acuerdo; ya bastante irresponsables somos estando sobrios o con el alcohol legalizado. Pero tal vez, para emparejar y vencer a un Federer cuyos “prime time” y nivel de concentración parecen ser intocables, el doping sea no sólo innecesario, sino también indispensable. Y es entonces que yo me pregunto si no debería legalizarse el consumo de drogas con fines “benéficos” en lo que al rendimiento deportivo se refiere. Convengamos en que se utilizan a escondidas, y en algunos casos, con resultados sorprendentes. Basta ver a los participantes en una competición de físico-culturismo “natural” y a los de una competición de físico-culturismo en la que se permitieron los esteroides y demás drogas. El “natural” parece ser capaz de levantar un caballo, pero el “tuneado” parece ser capaz de arrancar un árbol, arrojarlo por encima de un edificio de tres pisos, correr al otro lado y recibirlo con los dientes antes de que caiga para comérselo como guarnición del caballo, al cual previamente asesinó de un cachetazo en la columna. Y ahí hay una diferencia.
Digo, se les permite a los músicos o artistas. Nadie los juzga. Y no me van a decir que en el mundo del deporte se compite mientras que en el mundo de la música no, porque no voy a creerlo. Si muchos de los mejores o más idolatrados intérpretes han sabido confesar o delatar su consumo de estupefacientes a fin de expandir la mente o pasar bien el rato componiendo, ¿Estaría muy mal que a los jugadores de fútbol se les permitiese “estimularse”? A fin de cuentas, un show es un show, sea un encuentro deportivo o un disco, o un recital en un –curiosamente- estadio o arena deportiva. Por supuesto, siempre existe la posibilidad de que Federer se drogue, pase a ser todavía mejor (lo imagino soltando espuma amarilla por la boca, de cien metros de alto, bajando aviones a raquetazos) y se requieran mejores pastillas. Pero ahí está la gracia:
Consideremos que los laboratorios podrían trabajar legalmente y mejor, los clubes harían inversiones millonarias en el desarrollo de nuevas drogas cada vez más poderosas, y no tardaríamos mucho tiempo en conseguir que se volviesen frecuentes los encuentros futbolísticos en los que se violasen las leyes de la física y hubiese pases de chilena, atajadas formidables e irreales y unos quince goles (algunos de ellos de arco a arco, rompiendo redes y desmayando a defensores) para cada equipo. Amén de lesiones casi mortales y algún que otro ataque al corazón.
En serio, es el tipo de fútbol que me haría emocionar. Iría a la cancha todos los días. Es más, tengo ganas de llorar nomás ahora. Después de ver en vivo y en directo el "Huracán en el cielo", uno puede morirse tranquilo.
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